Por: Diego Marín Contreras
Escritor
A los ochenta y seis años de lucidez murió el profesor Alberto Assa. Sin duda, era aún demasiado joven. Así lo demostraban, entre otras cosas, la frescura de su inteligencia, la lozanía de su sensibilidad y el ímpetu de sus sueños. Su mirada de niño, que le había dado la vuelta a la rueda marina del asombro, ya no habrá de sabotear la realidad con un guiño de picardía. Tampoco su urbanidad minuciosa, acentuada por el invariable blanco de su vestimenta, recorrerá más las calles de una ciudad que nunca lo entendió cabalmente. El rigor de la muerte nos privará, así mismo, del placer de escucharlo decir las más grandes irreverencias en el más impecable idioma castellano. Todo ello es una lástima, y un pudor invencible nos deja sin palabras para señalar la dimensión exacta del vacío que su ausencia provoca entre nosotros.
Pudor que casi me prohíbe escribir esta columna con un lenguaje que no sea el de la pasión. Porque justamente la pasión (por el conocimiento, por los idiomas, por la enseñanza, por el progreso, por la música, por la literatura, por la filosofía, por el arte, por la ciencia, por la cultura, por cada ser, por cada objeto) fue el poderoso río que irrigó los causes de su vida, necesaria y bella como pocas.
Las vidas humanas que merecen tal nombre trazan un círculo perfecto de integridad y coherencia, íntegro hasta la muerte, Assa no cometió la peor de las traiciones: no se traicionó a sí mismo, siguió las huellas de su propio camino. Un camino de maestro por excelencia, en el sentido que le daba San Agustín a este vocablo. En el sentido de quien predica con el ejemplo y, más que transmitir conocimiento, comunica con sabiduría que nace del interior. Coherente hasta la muerte, Assa despreció, con la decisión de donar su cadáver a la Universidad Libre, los fáciles homenajes que nuestra sociedad le tributan a figurones de segundo orden, al tiempo que entregaba su cuerpo, como antes había entregado su alma, a la más alta de sus pasiones: la educación.
Entre tantos hombres de mentira, fue un hombre de verdad. Incómodo para muchos, sobre todo para los blandengues que hoy le ponen una vela a Dios y mañana otra al diablo. Arremetía sin misericordia contra la pereza mental de nuestras parroquiales élites, pero al mismo tiempo sabía ser fino y elegante cuando las circunstancias así lo requerían. Pronunció la verdad, su verdad, cada vez que juzgó necesario hacerlo, sin preocuparse mucho el terror filisteo que despierta en nuestro medio cualquiera que esté dispuesto a llamar las cosas por su nombre.
En tal sentido, no eran poco los que le tenían miedo y, cuando lo veían acercarse, se les llenaba el estómago de agujas heladas, pues sabían que Assa era capaz de dejar al desnudo su impostura con una frase demoledora. Y cómo debía gozar su socarrona inteligencia con estas expectativas, lo demostraba el hecho de que, contra toda predicción, saludara finalmente a su víctima con la más diplomática cortesía.
Pero era bondadoso y tierno, con una sospechosa facilidad para regresar de sus impulsivos estados de intransigencia, hasta las orillas de un humor que celebraba la vida al exhibir su esencial absurdo. Su sonrisa era la del hombre que, después de haber leído tanto los signos de su experiencia vital como los signos de la cultura, encuentra que ningún ser humano merece un juicio, y mucho menos una condena. De ahí que su rostro fuera adquiriendo esa expresión comprensiva y cálida, la cual hacía que en su presencia uno se sintiera cobijado por el aura de la amistad y la confianza.
Profesor Assa, maestro: yo, que no fui su alumno, pensé mucho antes de escribir estas torpes palabras. No quería, en verdad, ofender su memoria con un vano homenaje. Pero una voz interior me dijo, una y otra vez, que en una sociedad donde a diario se exaltan los más falsos prestigios, es un elemental acto de justicia reconocer la noble tarea de quien, como usted, dedicó su vida a donar su alma, que es lo que hace un verdadero educador, un hombre de verdad. Maestro, amigo, aquí queda escrito su legado invaluable: “No habrá desarrollo sin educación, ni progreso sin cultura”.